Hemeroteca de la sección “novela”

 

Tomado del Blog “Fuera del Juego” de José Manuel Fajardo

Hace veinte años que fue publicada la novela Amarilis del escritor mexicano Antonio Sarabia, un texto que no ha cesado de crecer, como sucede siempre con las obras maestras. Vanguardia del apogeo de la novela histórica porque narra los últimos años de la vida de Lope de Vega y su amor con Marta de Navares (no porque se atenga a ningún cliché de género), su inmersión en las contradicciones de la pasión y su retrato de una época barroca que parece espejo de nuestro tiempo la han convertido es un libro fundamental.

No hay mayor placer, ahora que la literatura parece muchas veces diseñada con molde, que leer a un autor inclasificable. Auster o Atxaga lo son desde construcciones posmodernas. Sarabia, desde la reconciliación de tradición y modernidad. Su estilo capaz de llevarnos a la España del siglo de oro, la Troya de la Iliada o el mundo onírico del volcán de Colima, ha hecho de él uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.

José Manuel Fajardo

Lisboa, 16 de junio de 2012

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EL ENREDO DE LA BOLSA Y LA VIDA

Eduardo Mendoza

Seix Barral 2012

 

SOLO PARA LOCOS Y VALIENTES

Barcelona en pleno verano. Los protagonistas no tienen un euro en el bolsillo. La época de las vacas gordas es cosa del pasado. La ciudad está medio vacía y en sus calles, por lo general repletas de turistas, apenas si se ve uno que otro transeúnte caminando agobiado sobre el alquitrán hirviente. Sólo los valientes están dispuestos a desafiar un calor humillante y tirano para emprender una aventura. Los valientes y los locos. Y si usted no es ni lo uno ni lo otro no se atreva a leer esta novela. Son casi 300 páginas de aventuras delirantes en las que un curioso detective, peluquero de profesión y antiguo recluso de manicomio, nos lleva a recorrer una Barcelona en la que nada sucede en apariencia y en la que, sin embargo, los misterios están a la orden del día: la desaparición de Rómulo el Guapo, antiguo compañero de manicomio del nuestro detective; el súbito interés de Quesito ⎯la pupila adolescente de Rómulo⎯ por encontrarlo; la aparición de un reconocido terrorista internacional en la Costa Brava y su secreta relación con Rómulo el Guapo.

Imposible leer esta novela sin soltar carcajadas, sin esbozar sonrisas cómplices, sin admirarse del ingenio humano. Imposible no llegar a sentir simpatía por sus personajes: delincuentes de poca monta, carteristas, estafadores, pícaros y pícaras capaces de jugarse el pellejo por un unos pocos euros. El detective, protagonista y narrador, nada tiene que ver con el astuto y científico Sherlock Holmes de Conan Doyle, o con los modernos y cultos investigadores de las populares novelas negras nórdicas. El conocido detective anónimo de Eduardo Mendoza nos recordará, quizás, a Ignatius J. Reilly, el inadaptado, amoral y anacrónico personaje de “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole (otra novela delirante y llena de humor). Mendoza construye a lo largo del libro una extraordinaria galería de personajes, cada uno con sus rarezas y particular manera de enfrentar el mundo. De entre todos ellos quizás el más simpático sea el honorable abuelo Siau, el viejo chino medio chiflado del bazar oriental. Es sólo una opinión. Cada lector encontrará el que más le guste tomándose una cerveza en el bar del Gordo Sopla Gaitas o compartiendo una humilde cena en el restaurante Se Vende Perro.

Extenderse más sobre los enredos de la trama no vale la pena. Descubrirlos en la prosa del autor es un placer del que no pienso privar a ningún valiente. El libro se lee rápido, los misterios se van resolviendo, la novela termina por parecerse a nuestra vida ¿o será nuestra vida la que se parece a esta novela? Nos reímos a carcajadas, es cierto, pero en el fondo de todo se pasea una profunda tristeza, hay un transfondo dramático que hace de esta historia una obra memorable, una obra que nos servirá para evadirnos de este mundo y al mismo tiempo para verlo más de cerca.

Eduardo Mendoza es un autor que no decepciona. Aquellos que lo han leído lo saben.

Lauren Mendinueta

 

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El pasado mes de febrero apareció en las vitrinas de las librerías españolas una reedición de Amarilis, la primera novela del escritor mexicano Antonio Sarabia (México D.F., 1944). El libro fue publicado por la editorial Belacqva en su colección Verticales de Bolsillo, y se suma al excelente catálogo que el editor catalán Pere Sureda viene formando para esta editorial.
Amarilis es un fresco del Siglo de Oro Español que narra los últimos años en la vida de Lope de Vega y su postrer amor por la bellísima Marta de Nevares Santoyo, a quien el poeta bautizó con el sobrenombre que da título al libro. De esta obra, el novelista español José Manuel Fajardo ha escrito que se trata de “una gran novela que acierta a reconciliar la modernidad con la tradición” y añade: “en este libro, en vez de dejarse aplastar por la monumental figura de Lope de Vega, Sarabia sabe poner al clásico de su parte”.
Antonio Sarabia Estudió Ciencias y Técnicas de la Información en la Universidad Iberoamericana de México, después de lo cual se dedicó a la radio y la publicidad. En 1981, con tenía treinta y siete años, decide viajar a Europa, para radicar en Paris, y dedicarse a la literatura de tiempo completo. Pero no sería hasta diez años más tarde cuando publicaría su primera novela: Amarilis (Norma, 1991). Desde entonces se ha destacado como uno de los grandes escritores de la moderna narrativa iberoamericana. Como dato curioso, y poco conocido, puedo decir que Amarilis, apesar de ser la primera novela publicada, es en realidad la segunda escrita por este autor, quien en 1988 fue finalista con El alba de la muerte, más tarde El Retorno del Paladín (Ediciones B, 2005), del Premio Diana Novedades.
En la carátula de la nueva edición, esta es la quinta en lengua española, podemos leer una frase de Álvaro Mutis que afirma “en Amarilis vuelve a inventarse la vida”. Yo sólo puedo añadir que esta es una novela para volver a enamorarse de la poesía con una de las mejores prosas de nuestra lengua.

Hoy, 9 de mayo de 2009 a las 20:00, la cita con Antonio Sarbia es en la Feria del Libro de Valladolid, durante el I Encuentro sobre Novela Histórica que se está desarrollando en la ciudad castellana. La mesa en la que participa esta noche se titula: La Imagen de la Literatura en la Novela Histórica. Además el autor mexicano ofrecerá una firma de libros.

Todo un capítulo en exclusiva para Inventario. Para leer más visite Los Convidados de Antonio Sarabia, y si lo que quiere realmente es disfrutar de la novela en toda su belleza pase por su librería favorita.


¿DONDE HA VISTO ANTES ESE LERDO CAMINAR DE OSO
, ese rostro barbicerrado, esos ojos espantadizos? se pregunta Valsaín llegando a procurarse el desayuno cotidiano en su habitual hostería de la Puerta del Sol. El propietario del lugar, un valenciano de rostro cetrino, sonrisa zaina y maneras untosas, lo deja comer de mogollón, sin cobrarle un maravedí, a cambio de algunos pequeños servicios transportando fardos o moviendo cosas pesadas en el sótano. El se conforma con una tajada de letuario de naranja para asentar el estómago y un buen vaso de aguardiente: el perfecto tentempié matutino para resistir mejor las faenas del día. En realidad ahí no se puede ordenar gran cosa. El lugar es un bodegón de mala muerte, reconoce Valsaín, un verdadero registro de cherinoles, muy poco recomendable para godizos o gente honrada. Por eso le extraña ver esa figura desgarbada, tan manifiestamente fuera de sitio, que avanza sorteando incómoda los ruidosos parroquianos. Salta a la vista que no tiene nada que hacer ahí.
Su imagen le trae de súbito a la cabeza aquel bautizo al que asistió por casualidad semanas atrás, siguiendo a Lopillo por la calle de Atocha, tiempo después de su permanencia en los Desamparados. Ese godizo de mirar inquieto es el padre de la gardilla a quien llevaron a la pila con tanta pompa en San Sebastián, recuerda de pronto. Su esposa es la joven señora que la dio a luz, la amiga de Marcela del Carpio. Se precipita tras él con la oscura intención de prevenirlo, que no aparte la mano de la bolsa y se largue de ahí lo más pronto posible, va pensando advertirle, pero se detiene sin decir palabra al verlo sentarse en el rincón menos concurrido de la taberna, y entablar conversación en voz muy baja con dos individuos de temible catadura.
Toma asiento, como al azar, en la única mesa libre junto a ellos, y el godizo le dirige una mirada de infinita desconfianza. Los rufianes que lo acompañan se encogen de hombros. Es un estravo, dice uno, un mandria, un bobo, lo llama el otro sin concederle importancia. Valsaín finge no entender sus comentarios y ellos vuelven a concentrarse en su negocio. Son gente de fuera, observa mirándolos de reojo, nunca los había visto por los alrededores. Tienen la misma pinta de forajidos valencianos que el propietario del mesón. Pero a leguas se ve que éstos no son comendadores de bola ni bailicos, ladroncillos de poca monta, sino arriscados matarifes, cherinoles, de media sobre media, sombrero caído sobre el embozo, guantes descabezados, tizonas desmesuradas y filosos desmalladores asomando bajo las fajas. El godizo lleva el peso de la conversación y Valsaín oye mencionar en voz muy baja, en un susurro imperceptible para oídos menos agudos que los suyos, el nombre del farfaro poeta. Los dos jaques se miran entre sí con aire de duda. El esposo de la amiga de Marcela saca una taleguilla de piel de gato y deja caer varios juanes dorados sobre el tablón. Uno de los fuereños, que parece hablar también por su camarada, los rehúsa, colmilludo, con un remiso movimiento de cabeza. El hombrecillo vacía entonces el total del contenido de la bolsa volviéndola boca abajo frente a ellos. Las monedas relucen un instante contra la madera antes de que el rufo las haga desaparecer en su propia escarcela en señal de asentimiento. No hay nada más que decir. El godizo se pone en pie, ensaya un tímido ademán de estrechar una mano, sea para sellar el pacto o despedirse, pero los malhechores fingen no verlo y él se va sin añadir palabra.
El azar lo ha puesto al corriente de un complot para asesinar a Lope de Vega, piensa Valsaín. No le cabe la menor duda. Acaban de firmar la noche, la tristeza, la sentencia de muerte, del Fénix de los ingenios. No puede tratarse de otra cosa. Esos hombres no tienen más oficio que disponer de vidas ajenas, discurre, mientras ellos apuran sus barrosos de caramo, vino, dejan unos cuartos sobre la mesa y parten a su vez, desaparecen, confundiéndose entre los demás clientes del lugar. Valsaín permanece un rato inmóvil ante su tajada de letuario, sin animarse a tocarla. En su interior se debaten sentimientos contradictorios. Los jayanes y el godizo han convenido un plazo, fijado un límite, a la vida del farfaro poeta. El marido de la amiga de Marcela no es tan amigo del padre de Marcela. Hace un gesto de enfado resoplando sin convicción, como persuadiéndose a si mismo de que a él qué más le da. El cura no le merece respeto, ni simpatía, después de su pasada intransigencia hacia Lopillo. Y luego ya está viejo. La parca no dilatará en llevárselo de todos modos, tarde o temprano. No en balde, en su dialecto, llaman a la muerte “cierta”. Deja la taberna meditando lo que será de la vida de Lopillo cuando le falte el padre. Tal vez lo encierren de nuevo en los Desamparados y esta vez no habrá quien vaya a reclamarlo. A él, Valsaín, le vedarán el verlo y ya no podrán pasear como acostumbran por las calles de la villa. ¿Y Marcela? Si se llevan también a la niña ¿quién va a leerle a él tantas cosas admirables como escriben y venden los obnubilados?
De todos modos se siente incapaz de prevenirlos, de advertirles, de ir a contarles lo que pasa ya sea a ellos o a su padre. Hacerlo significaría traicionar a su gente, a la chanfaina, a su clan, a sus principios. ¿El, soplón?, ¿él, fuelle?, ¿él, abanico?, ¿él, cerbatana?, repite sin cesar, en voz alta, torturado por sus propios vocablos. Excepto por el de longares, cobarde, no concibe peor insulto en germanía que el de malsín, búho, delator, castañeta.
Esa tarde prescinde de su acostumbrada ronda por la calle de Francos. Teme no poder resistir la tentación de avisar a sus amigos y convertirse en traidor a su linaje. Esbata, esbata, calla, aguanta el canto, sujeta la lengua, la desosada, se vocifera a si mismo marchando por plazas y mercados sin poder alejar de la conciencia el crimen que está por cometerse, sino es que ya lo han concluido. Marcela y Lopillo son, ahora sí, huérfanos de padre y madre. Van a encerrarlos de nuevo en los Desamparados. Los golondrinos no le harán ningún caso, inútil exigirles que lo sigan para rescatar a sus amigos. No puede contar con ellos: son soldados de adorno, de juguete, de mentiras. Al caer la noche sus pasos lo traen de vuelta a las cercanías de la Puerta del Sol.
Ahí se topa otra vez con los granujas, triscadores, fanfarrones, que pasean arrogantes por la calle de la Montera. Valsaín se apacigua al encontrarlos: si hubieran liquidado a Lope de Vega, razona, no se verían tan tranquilos en la plaza. Andarían a caballo por el monte, muy lejos de la villa, galopando camino de su tierra.
Decide callar, sí, guardar silencio, sí, cerrar el pico, sí, pero no perderlos de vista. Acecharlos sin que lo noten hasta que se le ocurra una leva, una cifra, un ardid que le saque del aprieto. A él y a Marcela y a Lopillo y al cruel sacerdote que desgraciadamente les tocó por padre.
Los truhanes se retiran a dormir temprano en uno de los varios albergues de media con limpio de la misma calle de la Montera. Valsaín conoce el lugar por haber sorneado en él algunas heladas noches de invierno. Cuesta cuatro charneles, ocho maravedís, alquilar una ruinosa cama que se está obligado a compartir con cualquier otro huésped. Uno solicita siempre que lo pongan con quien se vea más aseado o parezca tener menos piojos, pulgas y costras de mugre; por eso se llama a esos lugares “de media con limpio”, aunque si los dos tunantes se acostaron en el mismo catre les habrá tocado por fuerza cama con sucio, deduce Valsaín.
Es extraño que dos enjibadores forasteros con la bolsa repleta de contentos, monedas de oro, se retiren a dormir en lugar de estilbar, beber, florear el naipe, o darse una vuelta por los prostíbulos de la calle del Luzón o la plaza del Alamillo, reflexiona instalándose de guardia frente al mesón, sin saber muy bien cuál es el mejor camino a seguir. Tal vez los cherinoles descansan, sornean, se reposan, porque saben que les espera una larga vigilia. Van a dar su golpe, a descornar su flor y después cabalgarán el resto de la noche piñando de vuelta a su caverna. Por otra parte, él puede estar errado en sus sospechas. A la muerte llaman cierta, pero no inminente, se dice alimentando una oscura esperanza.
Apenas pasadas las once los ve aparecer de nuevo a la puerta del lugar. No durmieron largo rato, reflexiona Valsaín remontando en pos de ellos la carrera de San Jerónimo, siguiéndolos sin ser visto hasta la calle del Lobo y observándolos introducirse sigilosos en la oscuridad del barrio donde habitan Marcela y Lopillo. Recoge un turrón en el camino, un sólido pedrusco del tamaño de su puño cerrado, y se lo guarda, por si acaso, entre los pliegues de la ropa.
Los dos facinerosos recorren la calle del Infante examinando las fachadas de las casas a la tenue luz de la luna. Se detienen al pasar frente a una de ellas, como si reconocieran unas señas particulares, y luego van a ocultarse entre las sombras de la esquina de la calle del León, cerrando el paso hacia la de Francos. Valsaín se hunde en las tinieblas del umbral de una puerta. No sabe lo que están haciendo ahí pero sospecha que su furtiva presencia, tan cerca de la casa de Lope de Vega, tiene que ver con la conversación que sorprendió esa misma mañana. Oye dar las doce en San Sebastián. El grave tañer de sus bronces se continúa aquí y allá por campanadas más o menos lejanas, ecos de otras iglesias de la villa. De pronto, como si ese dilatado repicar fuera una señal, una puerta se abre y se escuchan voces de gente que se despide. La tenue claridad del interior de la casa presta un breve resplandor a la calle aparentemente desierta. Valsaín no se atreve a asomar la cabeza para averiguar lo que sucede por temor a delatarse. La puerta se cierra con un rechinido y todo queda de nuevo envuelto en la sombra. Quien acaba de dejar la casa viene recto hacia él, desde su derecha, caminando en dirección a la calle de Francos. ¿Será el farfaro poeta? se pregunta conteniendo la respiración. Escucha a lo malandrines de su izquierda ponerse en movimiento, avanzan sin darse prisa, con calculada naturalidad, para no alertar a su víctima.
Los mira pasar junto a él disimulando bajo las capas las espadas desenvainadas, sin verlo, tan cerca que casi le rozan la barba. Valsaín levanta el puño armado de la piedra y lo deja caer como una maza de granito sobre la cabeza del más próximo hundiéndole el cráneo. El truhán cae hacia adelante sin exhalar un gemido. Nunca supo lo que le sucedió, piensa Valsaín mientras el restante salta a un lado, fuera del alcance de la sombra inesperada que emerge del vano de la puerta. El farfaro poeta capta en un santiamén lo serio del predicamento y recoge la espada que acaba de rodar a sus pies. El canalla sobreviviente parece bien habituado a esos lances porque, a pesar de su sorpresa y del compañero caído, reacciona con extremada sangre fría. Se pone en guardia girando sobre sí mismo para no dar la espalda a Valsaín, sin por eso perder de vista el acero que ya esgrime Lope de Vega. Sopesa las fuerzas de sus contrincantes. Se decide por atacar al que ve armado tratando de terminar rápido. Para eso le pagaron, colige Valsaín, es natural que intente desquitar el sueldo. El sacerdote resiste a pie firma la embestida con una serie de brillantes paradas que sorprenden a su adversario. No esperaba encontrarse con alguien tan diestro, piensa Valsaín compartiendo su estupefacción. Quién hubiera dicho que el farfaro poeta era un auténtico travo, un temible espadachín a quien el tiempo no ha disminuido la vista ni debilitado la muñeca. El bribón retrocede unos pasos, como para considerar con admiración al hombre que tiene enfrente. Lope de Vega, a pesar de embarazarle la sotana, aprovecha el momento para arremeter con violencia contra su agresor. Valsaín se entusiasma con el chocar de las filosas y las chispas de los chincharrazos. El rufián se defiende como puede, perdiendo terreno a ojos vista, avasallado por la clara superioridad de su oponente. Lope se tira de improviso a fondo y Valsaín escucha una sorda maldición. El hombre se echa hacia atrás con el brazo encogido, tocado, y luego deja caer la espada como un engorro inútil para salir huyendo a toda carrera rumbo a la calle del Lobo.
Ninguno hace el intento de seguirlo. Lope se inclina junto al caído buscando señales de vida. Está bien vasido, muerto, decide Valsaín sin acercarse: después de una turronada como esa no hay más que plantarlo en el cementerio. Da media vuelta y se aleja sin decir palabra. Se va con la conciencia tranquila. Marcela y Lopillo no quedarán huérfanos, no pasarán por las mismas penurias que él tuvo que sufrir de niño. Tampoco se vio obligado a traicionar a su gente. Jamás soplón, jamás abanico, nunca cerbatana. Antes de doblar la esquina en la calle del León se vuelve a ver si Lope de Vega prosigue sin sobresaltos el camino a su casa. Cree distinguir al farfaro poeta de rodillas todavía junto al cadáver del desconocido, muerto inconfeso, rezando tal vez una jaculatoria por el eterno descanso de su alma.

Fragmento de Amarilis, de Antonio Sarabia

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En el marco de la 42 Feria del Libro de Valladolid (España) se está desarrollando en estos días el I Encuentro Internacional sobre Novela Histórica coordinado por el profesor Carlos García Gual. Desde el pasado día 7 y hasta el próximo domingo 10 de mayo, Valladolid recibe a los más actuales y destacados escritores del género: Carmen Posadas, Carmen Riera, Gisbert Haefs, Antonio Sarabia y Alfonso Mateo-Sagasta, entre otros.

Mañana 8 de mayo a las 20:00, en el recinto de la feria de Valladolid, Antonio Sarabia, participará en una mesa titulada: La imagen de la literatura en la novela histórica. Lo acompañan Alfonso Matteo-Sagasta y Martín Domínguez, la presentación estará a cargo de Luis García Jambrina. Aquellos que se encuentren en Valladolid no deben perder la oportunidad de escuchar a este destacadísimo grupo de escritores.

Antonio Sarabia (México, 1944) es de los autores latinoamericanos que más han destacado en este género. Su novel Amarilis (Verticales de bolsillo, 2009) es, desde su primera edición en 1991, una obra de referencia en el mundo literario de lengua española. La última novela de este autor mexicano radicado en Portugal se titula Troya al atardecer (Belaqva, 2007). Con esta obra ganó el año pasado el Premio Internacional Espartaco a la mejor novela histórica editada en el 2007.

Alfonso Mateo-Sagasta (España, 1960) es autor de tres novelas históricas: El olor de las especies (2002), Ladrones de tinta (2004) y El gabinete de las maravillas (2006), estas dos últimas galardonadas con el Premio Espartaco en 2005 y 2007 respectivamente. Este año publicó, Las Caras del tigre, una novela que partiendo de una investigación científica desemboca en una trama policiaca con una revelación sobrecogedora.

Martín Domínguez (España, 1966) ha publicado varias del género histórico, entre ellas destacan: El regreso de Voltaire, premio Josep Pla 2007; Las confidencias del conde Buffon, premio Crexells, Andrómina y de la Crítica de la Universidad de Valencia y El secreto de Goethe, premio prudenci Bertrana y la Crítica de la Universidad de la Valencia.

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Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 1547 – Madrid, 1616) murió el 23 de abril de hace trecientos noventa y tres años. Una manera de rendirle homenaje es reproducir una breve semblanza novelístico-biográfica suya extraída de la novela Amarilis, del escritor mexicano Antonio Sarabia, que Belacqva publicó recientemente en su colección Verticales de bolsillo. La foto que pueden apreciar en el margen izquierdo la tomé yo misma en México durante una lectura de poetas Infra, grupo al que perteneciera el hoy célebre Roberto Bolaños. Con ella gané un premio de fotografía convocado por Caja Madrid de España en 2005.

Le hice a Antonio varias preguntas relacionadas con el capítulo dedicado en su novela a Cervantes. Para los lectores esta corta entrevista es una buena introducción.

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Lauren: tu novela Amarilis trata sobre los últimos años de Lope de Vega. ¿Cómo se relaciona su vida con la de Cervantes?

Antonio: el texto se inspira en el hecho de que don Miguel de Cervantes Saavedra habitó los últimos años de su vida la calle de León, que en justicia debería llamarse ahora de Cervantes, casi esquina con la entonces de Francos donde Lope de Vega residía y que, por esa razón, debería llamarse hoy de Lope de Vega y no de Cervantes. Ambos debieron coincidir a menudo en el vecindario, como hacen en la novela don Miguel y los hijos de Lope.

Lauren: es muy curioso este tema referido al Madrid de los Austrias, actual corazón de la ciudad, ya que, como dices, algunos nombres de calles no corresponden a los que en justicia deberían llevar.

Antonio: sí, y ya que estamos en ello, hay que añadir que la imprecisión y arbitrariedad de la nueva toponimia del barrio no es su única injusticia: casi frente a la aún en pie casa de Lope de Vega, donde se ha instalado su museo, sale una callecita que va de la primitiva calle de Francos (actual Cervantes) al convento de las monjas Trinitarias en la antigua de Cantarranas (ahora de Lope de Vega) donde, como veremos en el texto, fue enterrado el autor de El Quijote. En esa breve calle, aún llamada del Niño Jesús, hay una placa alusiva que señala el domicilio de don Francisco de Quevedo y Villegas sin hacer ninguna mención a don Luis de Góngora y Argote, quien vivió también en ese mismo lugar desde su llegada a Madrid, a finales de abril de 1617, hasta su regreso a Córdoba, enfermo, desilusionado y empobrecido, diez años más tarde. Se marchó porque Quevedo, quien le odiaba, tuvo la maligna idea de comprar la casa para darse el infame placer de lanzarlo a la calle. Y luego le divertía contar que para perfumarla / y desengongorarla / de vapores tan crasos / quemó como pastillas Garcilazos.
Lauren: se dice que el novelista es hasta cierto punto cada uno de sus personajes. ¿En Amarilis cómo te identificas con ellos?

Antonio: volviendo a don Miguel de Cervantes, el hecho de que viviera sus últimos días “a la vuelta”, diríamos en México, de la casa de Lope de Vega, da pie, como explicaba al principio, a sus esporádicos encuentros con Marcela y Lopillo y al afecto y admiración que despierta en el hijo menor del Fénix de los Ingenios. Una admiración que no es sino una réplica de la que le profeso yo mismo, opinaría Flaubert, pero que juega un papel importante en la vida del personaje y se mantiene invariable hasta el final de la novela.

Lauren: Antonio, muchas gracias por responder a mis preguntas y por permitirme transcribir para los lectores de Inventario, el primer capítulo de la parte tercera de tu novela Amarilis.
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A la pequeña hija de Lope de Vega, Marcela del Carpio, le mortifica tener que visitar a Marta de Nevares en su domicilio de la calle del Infante. Es cierto que experimenta una afectuosa devoción por la joven protegida de su padre y que ambas casas están apenas separadas por unos doscientos pasos, pero a Marcela el camino le parece largo y lóbrego. La estrechez de la calle donde Marta vive, y la altura de la exigua docena de casas que la componen, la vuelve tenebrosa, húmeda, sombría, inaccesible al menor rayo de sol.
A ella lo que le encantaría es detenerse, como en otras felices ocasiones, a mitad del camino; justo al final de la calle de Francos, donde hace esquina con la calle del León, en la morada de aquel viejo soldado, inválido de la mano izquierda, que tantas veces le había obsequiado refrescos y golosinas antes de morir varios meses atrás.
Ella y su hermano Lopillo lo conocieron por casualidad, un día como otros tantos en que vagaban sin rumbo por el vecindario. Él estaba a la puerta de su casa y los invitó a pasar. Los hijos de Micaéla de Luján, observó con una sonrisa afable, como si los recordara de tiempo atrás. Les contó que había sido amigo de su padre en una época en que también a él le dio por surtir con sus escritos los corrales de comedias, y hasta estuvieron medio emparentados a través de doña Isabel de Urbina, la dama con quien su padre contrajo primeras nupcias muchos años antes de que ellos nacieran. Pero donde llegaba Lope de Vega no cabía nadie más, les confesó con genuina admiración, sin sombra de resentimiento. Todos los farsantes y cómicos del reino se disputaban sus escritos; no querían saber de nada que no viniera de las manos mismas del Fénix de los ingenios. Él decidió entonces dedicar su pluma a otros menesteres, donde no entrara en competencia con aquella tempestad creadora, con aquel monstruo de la naturaleza, como le llamó una vez en un encendido encomio, y se puso a escribir novelas. Fue el primero en hacerlo en castellano, porque las que hasta entonces existían en nuestra lengua eran traducciones de algún otro idioma. Ahí, en esa labor, Dios, con su infinita bondad, le concedió el renombre y el prestigio que antes le había negado en las comedias.
A partir de aquella primera mañana, Marcela y Lopillo comenzaron a frecuentar al anciano baldado en su plácida y aseada vivienda, sin saber que serían los compañeros de sus últimos días. Una vez le mencionaron el nombre a su padre y éste, al oírlo, respondió con un despectivo enarcamiento de cejas. No tenía ningún interés en Miguel de Cervantes Saavedra. A ellos, en cambio, les encantaba escuchar sus historias. Ella se estremecía de placer con las divertidas aventuras de aquel caballero loco, protagonista de uno de sus libros, que recorría los llanos de la Mancha acompañado de un ocurrente labrador que le servía de escudero. El desdichado orate embestía molinos de viento que tomaba por gigantes y socorría fregonas que imaginaba princesas en desgracia. Lopillo, en cambio, se interesaba más por los hechos de armas y la historia. Seguía fascinado la detallada relación de batallas navales en un mar que aún no le era dado conocer. El buen viejo les contó una vez que, habiendo sido soldado en su juventud, participó en la más gloriosa expedición militar de la Armada Invencible y hasta había sido cautivo de los moros.
Marcela recuerda las mejillas encendidas de su hermano y su mirada extraviada en aquel horizonte azul y humo al que lo acercaban las palabras del antiguo soldado. Caída Nicosia y sitiada Famagusta, último baluarte de la cristiandad en la isla de Chipre, la flota turca se había adueñado del mar Jónico. Sus navíos asolaban las costas de Italia, aterrorizando a sus moradores con frecuentes desembarcos. Los infieles arrasaban con pueblos y aldeas tomando como botín a sus habitantes. Miles de mujeres, hombres y niños, eran cargados de cadenas y vendidos como esclavos. Los más fuertes terminaban remando en las galeras, las mujeres y los niños distrayendo a los bajás en sus harems.lepanto5.jpg picture by antoniosarabia
Indignados por tan tristes acontecimientos, los reyes de la cristiandad, persuadidos por su santidad el papa Pío Quinto, formaron una alianza para combatir al turco. Reunieron entre todos una armada de más de doscientas galeras, reforzada con media docena de galeones de alto bordo, que pusieron bajo el mando de don Juan de Austria, hijo natural de Carlos Quinto y medio hermano de su majestad Felipe Segundo, a quien Dios tenga en su gloria. Al enterarse de los preparativos cristianos, la flota turca se replegó hacia el golfo de Patras, echando anclas en las tranquilas aguas del puerto de Lepanto. Hasta ahí fue a buscarla ese rayo de la guerra, Don Juan de Austria, quien no temía desafiar a la fiera en su cubil.
El hombre cerraba los ojos como para recordar mejor, y describir a Lopillo, las galeras cristianas alineadas en la rada de Mesina antes de la batalla, los cánticos solemnes durante la santa misa, y la figura del nuncio Papal enhiesto en lo alto de un bergantín, bendiciéndoles al salir de la bahía. Al niño le brillaban los ojos al imaginar, recuerda su hermana, los pabellones venecianos, genoveses, malteses, españoles y austríacos ondeando al aire en las puntas de los mástiles, mientras la flota cristiana se desplazaba por las azules aguas del golfo de Tarento, atravesando luego entre las verdes colinas del estrecho de Otranto y haciendo un alto en Corfú para informarse del paradero y la potencia de la armada turca: aquellos evasivos trescientos barcos de guerra musulmanes, orgullo de los astilleros del Bósforo, los Dardanelos y el Mar Negro.
Durante su siguiente escala, anclados por la tarde frente a la isla de Cefalonia, los cristianos recibieron las desgraciadas nuevas sobre la caída de Famagusta. Todos los defensores de la plaza habían sido pasados a cuchillo y a su gobernador lo despellejaron vivo. Supieron además que los infieles estaban al tanto de los movimientos de la flota que se acercaba, conocían sus efectivos y se preparaban para un combate decisivo. Todos los guerreros integrantes de las guarniciones costeras habían sido retirados de sus fortines para congregarse a bordo de la armada Otomana.
Al amanecer del domingo 7 de octubre de 1571 aparecieron las primeras velas turcas. Venían saliendo de Lepanto, viento en popa, desplegándose por toda la bahía. Una galera turca disparó un lejano cañonazo en son de reto y la nave capitana respondió aceptando el desafío. Don Juan de Austria hizo maniobrar sus veleros de manera que la flota de reserva quedara oculta a la vista del enemigo, y comenzó a recorrer las hileras de bajeles a bordo de una rápida fragata arengando a sus soldados y prometiendo la libertad a sus galeotes si ganaban la batalla. De vuelta en la nave capitana hizo enarbolar un enorme crucifijo junto al estandarte de la liga al tiempo que todos se postraban de rodillas para recibir la absolución de sus pecados y la indulgencia plenaria de los enviados del Papa.Lepanto2.jpg picture by antoniosarabia
Al filo del mediodía, cuando las dos flotas se encontraron por fin a tiro de cañón, el redoblar de cajas y tambores y los alaridos de los guerreros animándose al combate llenaban el ambiente con un estrépito ensordecedor. Los turcos atacaron primero, tratando de introducir sus ligeras embarcaciones entre las más pesadas que don Juan había colocado en primera línea de batalla. Los certeros cañonazos españoles causaban enormes bajas en el centro de la escuadra musulmana mientras en el flanco izquierdo Agostino Barbariego hacía maniobrar las galeras venecianas para encajonar el ala enemiga entre sus cañones y los bancos de arena de la costa. El ala derecha, en cambio, empezó a ceder ante el empuje de Uluj Alí, virrey de Argel. Los malteses luchaban en inferioridad numérica contra los corsarios berberiscos hasta que el almirante genovés Juan Andrea Doria, que se había mantenido algo alejado de la lucha, se acercó comandando los refuerzos.
El anciano hizo una pausa, sonriendo bondadoso ante los ojos embobados de Lopillo. ¿Y él? preguntó el niño; ¿él? continuó la voz grave, él iba en la Marquesa, una nave capitaneada por el valeroso Don Francisco de San Pedro. Al aproximarse se dieron cuenta de que el barco insignia de los Malteses sucumbía ante el vigor de los enemigos de la cruz y acudieron en su ayuda. El tronar de los cañones y el fragor de las culebrinas se aunaba a los zumbidos de las flechas, al seco estrépito de los arcabuces y a los alaridos de odio, dolor y rabia de los combatientes. El olor a humo y pólvora se mezclaba con el del mar y la sangre para enardecer los sentidos. Él era entonces más joven, poseía la audacia, la temeridad, que sólo es posible desplegar en esa primera juventud. Tal vez por eso le habían confiado el mando de una compañía de doce hombres. A pesar de encontrarse enfermo con fiebres altísimas, se levantó del lecho para subir a cubierta y ponerse al frente de sus soldados. Quería darles ejemplo de valor abordando primero a los infieles. Cuando los tuvieron a su alcance saltó espada en mano a la galera musulmana para batirse con los moros. ¿Qué pasó después? Él sólo recuerda el final de la lucha. Se ve a sí mismo lleno de heridas, con dos arcabuzazos en el pecho y el brazo izquierdo para siempre inutilizado, teñido de rojo de pies a cabeza, convertido él mismo en una enorme mancha de sangre en la que la propia se confundía con la de sus enemigos.
Ya no alcanzó a ver a la nave capitana asaltando la galera real de los infieles ni a los tercios españoles acuchillarse con los jenízaros que la defendían; no vio al generalísimo turco caer herido de un arcabuzazo ni al humilde galeote a quien habían quitado esa mañana los grilletes erguirse como ángel vengador sobre su cuerpo indefenso y cortarle la cabeza. Escuchó en cambio el atronador alarido de victoria que siguió al suceso y contempló arriarse el pabellón del profeta del bajel que acaudillaba a los infieles.
El propio don Juan de Austria lo felicitó después de la batalla y le aumentó la paga a cuatro ducados. A partir de aquel momento el mundo pareció sonreírle. Fue más tarde, cuando volvía lleno de ilusiones a su patria, bordeando la costa de Francia, que le salieron al paso dos galeotas de piratas turcos, lo tomaron prisionero y lo vendieron como esclavo ¿Cuánto tiempo duró cautivo de los moros? preguntó Lopillo con los enormes ojos abiertos, ansiosos, apenados, interrogantes, recogiendo el casual encogimiento de hombros con el que el anciano quiso restar importancia a su desventura. Varios años. Varios siglos más bien, replicó el niño, que conocía de oídas los trabajos y tormentos que los infieles imponen a sus prisioneros. ¿Hizo algún intento de escapar? Muchos, respondió el viejo sin poder evitar un relámpago de orgullo que iluminó un instante sus cansadas facciones, pero fue capturado una y otra vez hasta que una orden religiosa, la de la Santísima Trinidad, apiadándose de sus miserias, pagó el rescate que los infieles exigían para ponerlo en libertad.
A pesar de la fama que les dijo haber alcanzado en vida no tuvo mucha compañía a la hora de su muerte. Marcela y su hermano siguieron a distancia el magro cortejo fúnebre, sin acercarse demasiado por temor a las severas barbas y espejuelos de los contados asistentes. La esposa y la sobrina del noble viejo, enlutadas y llorosas, encabezaban la procesión. No tuvieron que caminar mucho para llegar al vecino convento de las monjas Trinitarias donde las buenas hermanas acogieron los restos del anciano para darles sepultura. Lopillo, recuerda Marcela, marchó todo el tiempo con el rostro bajo y los ojos llorosos. Luego se quedó prendido a las rejas de la entrada hasta que salió el último de los asistentes. Al volver a casa aprovechó la primera ocasión que se le presentó para hacer rabiar a su padre, cosa que éste le hizo pagar con la consabida azotaína. Él la aguantó a pie firme, con los labios apretados y los ojos secos, chispeantes de soberbia. En ese momento, Marcela tuvo por primera vez la intuición de que lo que más irritaba a su hermano era la sotana de su padre. Él hubiera preferido ser el hijo de un soldado, de un héroe de la guerra como el que acababa de acompañar a la tumba.
Antonio Sarabia (Fragmento de Amarilis, Verticales de Bolsillo, 2009)
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Ayer estuvimos de fiesta por el lanzamiento en portugués de la última novela de Antonio Sarabia: Tróia ao entardecer. El libro, que desde hace una semana está en las librerías portuguesas, se presentó anoche en el café de la Fnac de Chiado, el mítico barrio de Pessoa. Marta Ramires, editora de Casa das letras, dio la bienvenida en nombre de la editorial y le cedió la palabra al escritor chileno Luis Sepúlveda. Luis, gran amigo de Antonio, nos entretuvo con anécdotas de su ya larga amistad y presentó a Antonio como uno de los grandes nombres de la literatura latinoamericana. Anoche, en Lisboa, Luis recordó aquella época, a fines de los noventas, cuando ambos vivían en Paris y se sentaban junto a la tumba de Julio Cortázar a fumar y conversar. Antonio encendía su pipa y Luis dos cigarrillos: uno para él, claro, y el otro para Julio que colocaba en un entrecijo de la tumba. Cuando el cigarro de Julio Cortázar se consumía los dos escritores salían al boulevard Montparnasse dispuestos a continuar la charla en un café. No era raro que terminaran la noche cantando rancheras y corridos en la Closerie des Lilas. En más de una ocasión les pasaron la cuenta sin que la pidieran, comentó Luis en tono de complicidad. (más…)

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TODOS HABLAN DE NOELA

Por José Manuel Fajardo

No sé si recuerdan ustedes aquella foto de la caída del Muro de Berlín que dio la vuelta al mundo. Allí arriba se veía a dos jovencitos armados de un pico que, a todas luces, no sabían cómo manejar, metidos sin embargo en la tarea de demoler la barrera de hormigón que había simbolizado la división en dos no sólo de Alemania, sino de toda Europa. Es una de esas fotos que no se olvidan. Bueno, pues su autora es una de esas mujeres que tampoco se olvidan: Noela Duarte. Seguramente habrán visto muchas otras de sus fotografías: retratos de músicos latinos (el incomparable Compay Segundo, los nuevos trovadores de Habana Abierta, el rockero mexicano Carlos Esquívez…), imágenes del sitio de Sarajevo, escenas de la vida cotidiana en Israel o en el nuevo Vietnam que cierra sus heridas de guerra; edificios destrozados en Kabul…

Como suele suceder con los periodistas, retenemos más aquello que nos cuentan que el nombre de quien se ha dejado las horas y a veces casi el pellejo para poder contárnoslo. Por eso, la primera vez que José Ovejero, Antonio Sarabia y yo reparamos en Noela no fue la primera vez que nos la cruzamos en la ciudad de Guadalajara, en México, sino casi un año después, en París. (más…)

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El próximo 12 de junio se presenta en el marco de la Feria del Libro de Madrid una novela que dará mucho de qué hablar. Se trata de un proyecto lleno de singularidades. Para empezar fue concebida por tres escritores desde cuatro países diferentes. Antonio Sarabia escribió su parte entre México y Lisboa, José Manuel Fajardo hizo lo suyo en Paris y José Ovejero en Bruselas. Los tres conocieron a Noela Duarte, la heroína de la novela, el mismo día pero de un modo muy distinto, los tres, como la trinidad divina, la volvieron a inventar para crear un entramado de historias que fascinan de principio a fin. Una novela escrita a seis manos pero que se lee con la factura de una sola mano maestra.
Noela Duarte es una de las más destacadas fotoperiodistas de la actualidad. Su trabajo sobresale por su contundencia y originalidad. Los mejores periódicos y revistas del mundo codician la publicación de sus imágenes. Su carrera de fotógrafa empezó en los años ochenta cuando siendo apenas una adolescente fotografiaba a turistas en los conciertos de su padre, el músico cubano Oswaldo Duarte. Ella misma ha dicho en alguna entrevista que a través de la lente el mundo fue tomando sentido y que pronto descubrió que habría de dedicar su vida a dos cosas: la fotografía y los viajes. Y sí, Noela es una viajera incansable que ha puesto su vida en peligro para captar una imagen única de Sarajevo o denunciar casos de corrupción en cualquier parte del mundo. Quizás recuerden que hace unos años el nombre de Noela Duarte se asoció sentimentalmente al del guitarrista mexicano Carlos Esquivez. Entonces se le veía constantemente en la prensa. En la actualidad su paradero es un misterio. Sarabia, Fajardo y Ovejero la han invitado a la presentación de Primeras Noticias de Noela Duarte. Tal vez la veamos por la Feria de Madrid en el Pabellón del Círculo de Lectores el Jueves 12 de junio a las 8 p.m.

Estas tres fotos pertenecen al portafolio de Noela Duarte y le debo la publicación en Inventario a la gestión de Daniel Mordsinki, su colega y amigo. Les prometo que en un próximo blog les adelantaré algunos textos de la novela.

Primeras Noticias de Noela Duarte ha sido publicada en España bajo el sello editorial Belaqcva/ La Otra Orilla.

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Por Jon Kortazar

Leer Troya al atardecer de Antonio Sarabia (México, D.F., 1944) significa volver a la memoria de las lecturas infantiles, a los textos que nos abrieron la imaginación a las batallas remotas, a los paisajes alejados, a los valores que resultaron, alguna vez, intocables, a historias que hablan de la complejidad humana, a la recreación del mito.
En Troya al atardecer se recrea la batalla de Troya y se realiza una lectura del texto de Homero, trayéndolo a nuestras visiones actuales. En la contraportada se nos avisa que leeremos una novela histórica y que entre sus valores se encontrarán “personajes sólidos, documentación exhaustiva sobre la época y una trama interesante”. Es evidente que debemos añadir un estilo de gran calado, y así estaremos ante las bases sobre las que se sustenta la novela Troya al atardecer.
La recreación de un episodio histórico y literario de tal calibre lleva al lector a realizar una par de preguntas: ¿Qué estrategia seguirá el autor para conseguir interesar al lector en una trama que ya conoce?, y ¿para qué entrar en una recreación de un mito del calibre del que presenta la relectura de la Ilíada de Homero?
Comencemos por dar una respuesta a esta segunda. Ya Jorge Luis Borges sentenció que los escritores estaban condenados a recrear dos mitos básicos. El del hombre que morirá en la cruz y el del que busca su hogar perdido en los mares mediterráneos. Bien, Antonio Sarabia prefiere trabajar con el gran mito que falta: el de la creación de una obra que se planteara el espacio troyano para recrear en él la visión de una utopía. Una de las funciones de la narrativa consiste en mantener y conservar los mitos actualizándolos en la narrativa. Así el prestigio del mito se conserva a través de la transformación y puesta al día. Si se retoma un argumento ya canonizado es porque se pretende retomar su idea de ejemplaridad, y porque se quiere reforzar la idea de la movilidad del significado del mito.
En cuanto a la respuesta a la primera pregunta, está claro que la estrategia que se sigue para ofrecer una versión diferente de algo ya conocido se muestra en la búsqueda de una visión distinta. En técnica narrativa se trata de la focalización de la trama desde un punto de vista no conocido. En este caso la creación de una personalidad desde la que se nos hará llegar la fuerza de la historia. Se trata de Timalco, el bravo guerrero espartano que focaliza la visión de la obra. Desde su perspectiva veremos crecer una trama narrativa que busca dar un sentido contemporáneo al ritual de la guerra.
Timalco participa en la guerra como guardia de Menelao, a quien sirve desde la juventud. Timalco, eje principal del texto, posee dos contrapuntos basculantes que ofrecen continuidad a la narración.
Por un lado, su carácter le lleva a intimar con Tersites, un contrahecho consejero, y con Palamedes, rival de Odiseo, y fallecido ya cuando comienza la narración y que intentó un pacto con los troyanos a fin de concluir una guerra insensata que duraba diez años. La relación entre Timalco y Palamades servirá como hilo conductor del debate de ideas que la novela irá abriendo al lector. Así, por ejemplo, en el capítulo 17 de la novela se muestra una discusión en torno a la pertinencia o no de los oráculos y el destino predeterminado de las personas: “El príncipe de Euboea [Palamedes], consciente de la situación, ponía fin a las controversias con un racionamiento práctico que dejaba cavilando a sus interlocutores. Ahí, asentía Timalco, era donde Palamedes, que significaba “antigua inteligencia”, hacía honor a su nombre” (pág. 129). La contraposición de un Timalco cazador y un Palamedes pescador (pág. 58-59), lleva a sus caracteres contrarios al contraste de ideas, a la creación de un mundo de opiniones y convicciones que son las que la novela transmite al lector contemporáneo.
Por otro lado, Timalco tiene un hermano gemelo, Lisandro que, por el juramento de fidelidad, se ve obligado a seguir a Helena a Troya y es considerado por los griegos un traidor. Lisandro, que se ha casado en Troya con una mujer, Polimela, de la que también se ha enamorado Timalco. Esta trama de hermanos gemelos separados, y radicalmente juntos, remite la trama a una novela de casualidades, en las que los hermanos toman parte, a sugerencia de Lisandro, en una proposición para parar la guerra. Timalco no aceptará la misión que le encomienda su hermano y esa infidelidad dará impulso a la histora, a veces utilizando procesos narrativos ya conocidos en la novela romántica, como el descubrimiento de los gemelos, su comunicación a través de espejos, y la entrada secreta de Timalco en Troya a través de un pasadizo, elementos que recuerdan tópicos de una novela de aventuras ya utilizadas con vigor por otros autores.
Así pues, dos amigos sirven a Timalco para recrear el campo de pensamiento de las convicciones, y un hermano gemelo producirá el impulso narrativo necesario para que la trama pueda reordenarse.
No cabe duda de que la novela histórica, escrita desde ahora para un público contemporáneo, actualiza algunas opiniones que no estaban presentes en el momento histórico en el que se sitúa la acción. Entre esas ideas que corresponden a nuestro tiempo pueden citarse la interpretación de la guerra no sólo como una acción para restaurar el honor de un rey, a quien han roto las leyes de la hospitalidad, sino para conseguir, en una interpretación económica de la guerra, el control del estrecho y del comercio; o las claras frases en referencia a la inutilidad de la guerra, no sólo de ésa, sino de cualquier otra: “Y quienes pagaban con sus vidas, esa mezcla de codicia y de miedo eran los siervos reclutados por sus amos, conducidos contra su voluntad hasta las playas de Ilión sin tener que ver nada con el asunto” (pág. 63).
Pero me interesa más el tema del doble, del gemelo, del espejo en la construcción de la novela, porque la relación entre el protagonista y su hermano gemelo, vertebra la estructura y el mensaje del texto. La estructura, porque, como en un espejo, la obra se divide en dos partes, cada uno con igual número de capítulos, 18. Porque desde un principio se deja claro que los aqueos combaten con un enemigo que se les parece, que son ellos mismos: “A pesar del brutal antagonismo que les enfrentaba, los troyanos, o teucros, no eran tan diferentes de ellos, se decía Timalco […] Éstos eran iguales a él, sus semejantes, hablaban idéntica lengua. Como él, comían pan de cebada, o de trigo en los días festivos […] No sólo tenían las mismas costumbres, también adoraban a los mismos dioses, les rendía idénticos sacrificios y utilizaban para el caso los mismos santuarios que ellos. Tanto que, en tiempos de guerra, hasta se veían obligados a compartirlos” (30). Así resulta extraño y efectivo a la vez, el tema del templo de Apolo, compartido por los contendientes de los dos ejércitos, y verdadero lugar de comunicación entre enemigos idénticos. Timalco y Lisandro son gemelos, de la misma manera que son gemelos los dos pueblos que luchan, en una superposición de sentido, en un paralelismo de significado.
Pero habría que prestar atención a las secuencias metanarrativas de la novela, que predicen acciones, que metaforizan sentimientos. Me refiero a los breves capítulos, por ejemplo el 5 donde se relata el origen mítico del mundo, o el 13 en el que se relata la historia de Psiqué, en los dos casos se cuenta que son historias cantadas por Demodoco, el rapsoda ciego, y se corresponden a los capítulos 25 y 33 en los que también se narran canciones. Son momentos en los que el relato se vuelve hacia la narración del mito tradicional y se resuelve una historia a “otro nivel” que sólo metafóricamente se engarza con el sentido de la narración. Son espejos de la acción narrativa que se explican al final del relato: “De algún modo le hizo sentir que, aún siendo él de tan baja condición, había estado en su poder cambiar el orden de las cosas. Como en la oda de Hefaistos y Afrodita” (pág. 245).
La metáfora de los espejos curvos sirve para delimitar los paralelismos y contrastes estructurales entre la primera y la segunda parte, ambas diseñadas por un gusto por el equilibrio que se puede ver a primera vista. En este orden de cosas pueden señalarse tres caracteres que nos hablan de la íntima relación simétrica en la que se sustenta la novela.
En otro guiño a la llamada novela helénica, el cambio de identidades de los gemelos Tilmaco y Lisandro se produce en esta segunda parte. En una escaramuza, Pratoclo y el gemelo espartano persiguen a Héctor y a su tropa de troyanos. Al quedarse solos Héctor mata a Pratoclo, y un soldado hiere de gravedad a Timalco, que en su agonía es confundido con Lisandro, llevado a su casa y cuidado por la mujer de éste. Esta confusión de identidades hila el puente entre la idea de que aqueos y teucros pertenecen al mismo orden de pueblos, de manera que Tilmaco, sufrirá una evolución de personaje redondo que le llevará a dudar de su identidad y tomar la decisión con la que se cierra la novela: “Otra vez: ¿quién era él y cuál era su patria?, ¿en qué bando peleaba?, ¿sentía como teucro y guerreaba entre los aqueos o sentía como aqueo, pero de ahí en adelante, guerrearía con los teucros?” (pág. 244). Hasta realizar la pregunta clave: “¿Se estaba convirtiendo en Lisandro?”. Esta asunción de dobles identidades sirve de cierre a la novela en el que Timalco decidirá la salvación de Lisandro y Polimela.
Existen otros puntos en que la novela juega con la simetría. Si en la primera parte Timalco fue el delegado de Lisandro para conseguir un cese de las hostilidades y él no cumple el encargo; en el final es Timalco quien trata de parar la guerra a través de un mensaje enviado por medio de Casandra, quien tampoco cumple el cometido y el deseo de parar la guerra, en un juego de malentendidos, termina perdiéndose.
En cualquier caso, existen dos elementos narrativos más de los que debe hablarse para terminar de cerrar la descripción de la novela. En primer caso se trata de u contraste entre las dos partes que se enfrentan de manera pronunciada. En la primera parte, Timalco será ante todo un guerrero, y el núcleo temático se centrará en la descripción del hombre de guerra, en la segunda parte, la convalecencia de sus heridas dará paso a una descripción del hombre enamorado, tanto de Helena como de Polimela, de forma que se recrea el retrato general del héroe.
En el tapiz de traiciones, engaños y luchas, hay un núcleo temático que se va hilando fino: se trata de la creencia en los auspicios. Timalco creía en ellos con reverencia. Palemedes, no. Y Lisandro muestra una cambiante actitud desde la reticencia a la creencia, puesto que el cumplimiento de cinco augurios será determinante para la toma de Troya. Cinco augurios que un traidor comunica a Agamenón y que se cumplen con la toma de Troya. El tema de los augurios que se había ido comentando en segundo plano, pasa en el momento de la conclusión de la trama a una primerísima posición.
Timalco permanece preguntándose por su identidad en toda la novela: “Si uno era en realidad lo que hacía, ¿quién era él?, ¿en qué podía reconocerse?, ¿qué acto lo definiría por entero?” (pág. 193). En la búsqueda de la identidad Timalco se verá envuelto en la contradicción de hacer algo ya dispuesto por los dioses en sus augurios, y hacer algo dispuesto por sí mismo, hasta que su decisión final, concilia ambas salidas. Al decidir salvar a Lisandro y Polimela, es una persona que toma una decisión libre que, a la vez, cumple el destino que los dioses guardaban para él.

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Quiero felicitar a la escritora colombiana Consuelo Triviño Anzola por la publicación de su última novela: La semilla de la ira. Sé que ella se ha dedicado con entusiasmo durante varios años a la realización de este proyecto, y eso, sumado a su talento, no puede dar otro resultado que una excelente novela. Para aquellos que dezconocen al presonaje de Vargas Vila, la introducción de Halrold Alvarado Tenorio les será muy útil.

DON J.M. VARGAS VILA

Por Harold Alvarado Tenorio

Hace 75 años falleció el más temido de los panfletarios colombianos. Una novela de Consuelo Triviño celebra su vida y su obra.

Vargas Vila, señor de rayos y leones,
callado y solitario recorre las ciudades,
y ninguno alimenta rebaño de ilusiones,
como este luminoso pastor de tempestades.
Rubén Darío.

Que yo sepa, sólo una losa de piedra, sobre una de las paredes de la fachada de una casa sita en la Carrera 2 número 12-14 de La Candelaria, le recuerda. “Aquí nació, el 23 de Junio de 1860, José María Vargas Vila, autor de Aura o las violetas”. Sus restos, si es que existen, viven en la indiferencia de una cárcava del Cementerio Central, que habrán ido a parar quién sabe dónde, entre los huesos desplazados por las políticas urbanísticas recientes, que vaciaron 18 mil sepulturas para levantar un parque que emperifolla una estatua, hueca, renacentista y ecuestre, de Fernando Botero. Fue, a pesar del desprecio y el olvido, el escritor colombiano más leído y vendido del siglo pasado, y su gloria no desmerece la de GGM, con quien más de una vez se ha contrastado. Al menos, fue tan rico y famoso como el Nobel de 1982.

Murió en Barcelona en 1933, dejando a la posteridad cerca de cien libros, entre novelas, crónicas de viajes, historia, panfletos o ensayos, y a su hijo adoptivo, sus mansiones decimonónicas de Paris, Málaga, Sorrento, Madrid o Barcelona, donde con el más preciso y obstinado aislamiento, cumpliendo horarios de oficinista y vistiendo con exotismo se dedicó a combatir los gobiernos de Núñez, Holguínes, Caro, Sanclemente, Marroquín, Reyes, Concha, Suárez, Ospina y Abadía Méndez de la República Conservadora de Colombia, y a déspotas sudamericanos como Estrada Cabrera de Guatemala, Porfirio Díaz de México o Cipriano Castro en Venezuela, con una obra que se sigue vendiendo, en el más absoluto pero galopante silencio e incluye joyas de la prosa modernista como Ibis, Ante los bárbaros, Los césares de la decadencia, Los divinos y los humanos o Rubén Darío.

“La influencia de un escritor sobre su época marca, no los grados de su talento, sino los de su virtud”, dijo. Y continúa:

El talento en un alma sin carácter es como la hermosura en una mujer sin virtud; un elemento más de prostitución.

Claudio de Alas [1886-1918], el vate colombiano admirado por Borges que se quitó la vida en Buenos Aires cuando tenía 32 años y le conociera en New York, en 1904, ha dejado quizás el mejor retrato del Divino iracundo:

“Vestido de negro azabache, era tan taciturno como la misma sombra. Sus largas e inquietantes manos rebosantes de anillos de oro, lapislázuli y amatistas parecían talladas en mármol para cincelar largas frases dignas de Hugo y D´Annunzio. Un camafeo con una serpiente egipcia, obsequio del alejandrino Kavafis y el griego Kappatos hace las veces de un alfiler de Wilde sobre su corbata de seda peinada. Un bastón de ébano con una cabeza de dragón chino, engastada en azules de Ling y platinos de Mei sirven de apoyo a su mano izquierda. Pálido y moreno, un dedo sellaba sus labios indicando silencio, con los hirsutos cabellos más negros que grises delatando una gran testa, amplios los temporales y vivas las pupilas de halcón, dominadoras, semejantes al misterio que producen las olas de la mar en noches de alta lujuria”.

Nacido en aquella pequeña casa, en una de las riberas del río San Agustín, entre las viejas calles La Gallera y Las Águilas tres años antes de la promulgación de la Constitución de Rio Negro, cuando la capital era apenas un pueblo frío, feo y fétido regido por los treinta campanarios de sus iglesias coloniales, con las calles infestadas de campesinos pobres y viejas mujeres viudas de las guerras civiles, seguidas de borricos y perros famélicos, los años de juventud de Vargas Vila fueron los del Olimpo Radical, cuando como periodista y agitador defendió los estados federados de Mosquera, Murillo Toro y Parra, irreductibles partidarios de la libertad de expresión, enseñanza, asociación y culto, cuyo contradictor, Rafael Núñez, tras haber leído en Spencer, rompió con el radicalismo y optó por un centralismo político y fiscal que llevó a la guerra civil de 1876-78, cuando militó con el general Santos Acosta y luego, como secretario del general Daniel Hernández, -quien perdiendo la vida y la guerra en la sangrienta batalla naval La Humareda, permitió a Núñez declarar liquidada la Constitución de 1863 y expedir la de 1886-, hubo que huir a los llanos del oriente y luego a Venezuela, iniciando un exilio que duraría toda la vida.

Admirado y leído en cantinas de barrio, barberías, costureros, fábricas, universidades, tabernas portuarias, sastrerías y carnicerías, sus numerosos enemigos, intelectuales al servicio de tiranos y autoritarios, le llamaron bastardo, blasfemo, desnaturalizado, disolvente, pernicioso mientras propagaban la especie que vivía como un rey, era hermafrodita y homosexual, misógino, anarquista, terrorista e impotente.

Lo cierto es que fue un formidable defensor de la libertad con la palabra escrita. Nadie como él, quizás con la excepción del granadino Isaac Muñoz [1881-1925] cuyo exotismo, perversidad y lujuria de estilo le es equiparable, hizo que las ideas y las maneras de ver el mundo de artistas y pensadores laicos ascendieran hasta las voluntades de millares de intelectuales campesinos, jornaleros, analfabetos, desposeídos y desocupados que aspiraban a ser tan libres como Jorge Amado, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, José Vasconcelos, Francisco Umbral, Ramón Gómez de la Serna, Gabriel García Márquez, José Donoso, Jorge Zalamea o Ramón del Valle Inclán, ese puñado de sus admiradores, que reconocieron que sin él y sin su prosa, no habrían existido.

Una prosa lírica cuya eficacia no hay que buscar entre las sábanas, sino en su fluir subversivo contra lo establecido, los discursos oficiales hegemónicos cuyos designios nacionales se sustentan en nociones como la familia burguesa, las tutelas morales de las iglesias y la centralización de los poderes que explotan, excluyen y reprimen el cuerpo social y el individuo. Por eso Vargas Vila violenta la ortografía, la sintaxis y la prosodia del español de Caro y Cuervo, abundando en adjetivos, modificando el uso de mayúsculas, minúsculas, la puntuación, salpimentando con hipérboles, galicismos, neologismos y metáforas sinestésicas sus extensas ráfagas de fuego y hielo, citando al por mayor del latín y el griego, cuando no del italiano, francés e inglés, lenguas que quizás no bien conocía.

Que casi 150 años después de haber nacido se publique una novela que indaga en los apuros de su alma en lucha contra los día a día de su tiempo, demuestra su vigencia. La semilla de la ira, de Consuelo Triviño, con un preciosismo que perpetúa la prosa en primera persona de José Fernández, el alter ego de José Asunción Silva, en De Sobremesa, repasa los tormentos de la conciencia del asceta profano en varias de sus residencias en la tierra, ofreciéndonos un retrato de su alma que no había imaginado la crítica hasta hoy. La de un esteta consumado que hace de la búsqueda de la libertad un instrumento para alcanzar eternidad con el arte de las palabras, la más grande y destructora arma que ha inventado el hombre.

Una auténtica novela de época, deliciosa en su ritmo lento y circular; una obra de arte tejida con esmero a partir de las investigaciones que la novelista ha realizado durante los más de veinte años que lleva viviendo en España, luego que en Colombia le fuera negada la sal y el agua en varias de las universidades donde quiso prestar su concurso. La prosa de Triviño es magistral e incisiva:

“He llegado a comprender –dice Vargas Vila en La semilla de la ira – que a estas repúblicas las matan no las doctrinas conservadoras sino los intereses, la ambición y la codicia que se ocultan tras la fachada de la tradición y las buenas costumbres. La enfermedad que corrompe el cuerpo social no es la miseria, sino el miedo. Cuando nadie se atreve a decir la verdad y todos huyen al chocar contra ella, la sociedad se lanza por un precipicio. En Colombia sólo tienen cabida el bufón y el canto adulador de los juglares al servicio de los tiranos de turno. Si por azar del destino lleva hacia aquellas geografías a un hombre capaz de desvelar tanta ignominia, todos le vuelven la espalda; los periodistas, pagados por los poderosos, impiden que su verbo candente llegue hasta la multitud. Sin embargo no hay nadie que no declare vivir esperando una revolución…”

En una época como esta, sometida al tira y afloja del pensamiento único que notifica una globalización arbitraria cuyos señores son las grandes empresas de un capitalismo sin rostro ni propósitos, doblegada por la corrupción, el lucro, el trapicheo y la discriminación; donde nada ni nadie parece ya importar, sólo el dinero y su plaza de mercado, el panfleto parece el instrumento más idóneo para despertar al hombre del letargo. Cada día, quienes orientan el mundo están más coléricos, más mordaces, mas emponzoñados contra los establecimientos y las ambiciones de los poderosos. Cada día el arte y las literaturas, la música y el cine, eligen la postura de un alma como la de Vargas Vila en la novela de la señorita Triviño: un gran silencio para gritar más fuerte contra los enemigos de la libertad.

Harold Alvarado Tenorio

http://www.haroldalvaradotenorio.com/

Director Revista de poesía Arquitrave

http://www.arquitrave.com

Kra 13 nº 27-98, T/1504
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