En diciembre pasado apareció en la editorial española Visor el libro de Juan Ramón Jiménez Baladas para después. El privilegio de prologar sus magníficas páginas de prosa poética me correspondió a mí. Un privilegio del que siempre me sentiré agradecida. Aquí les dejó el resultado y mi invitación a que lean este magnífico libro.
Lo invisible en lo visible
“Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho cuando, al salir a ella de la escalerilla oscura de madera se siente uno quemado en el sol pleno del día…” era apenas una niña de diez años cuando leí estas palabras por primera vez. Se me grabaron porque tampoco yo conocía el mundo desde arriba. La casa de mi niñez con su techo de dos aguas no tenía azotea y yo, torpe como era e insegura, ni siquiera me había subido a un árbol. Pasó mucho tiempo antes de que me hiciera conciente de cuánto habían influido en mí las lecturas de Juan Ramón, y especialmente aquel hermoso volumen de Platero y yo que me regalaron el día en que cumplí diez años. Platero fue escrito en Moguer, pero a mí siempre me recordará a Fundación, la pequeña aldea colombiana en la que viví desde los nueve y en la que escribí mis primeros versos. Hoy, haciendo un recuento del pasado, releo el libro en mi memoria, vuelvo con avidez a sus hermosas láminas en las que yo reconocía estampas de mi propia vida y confirmo cuánto aprendí en aquellas páginas, que sé ahora magistrales, pero que entonces sólo eran divertidas. En Carta desde la aldea, mis versos primerizos y adolescentes, se siente la voz de Juan Ramón que me enseñó a mirar con asombro las cosas sencillas que me rodeaban. Me gustaría pensar que también puede oírse su voz en mis libros posteriores.
Alguna vez un amigo escritor me dijo que el poeta traía a sus lectores noticias de la otra orilla. Que era el emisario, el correo, de lo que parecía reservado a unos pocos: el prodigio y la locura. Releyendo a Juan Ramón añado que tiene él, además, otra capacidad extraordinaria reservada aun a menos: la de hacernos visible lo invisible en lo que sin mayor dificultad podemos ver. Detalles de especial simpleza que sin su ayuda escaparían a nuestros ojos. Esa es una de las mayores proezas de Baladas para después: con el lenguaje más diáfano, y un inventario de temas comunes (luna, mujeres, casas, atardeceres, amores y tristezas), su autor consigue mostrarnos los ángulos más insospechados, por anodinos, de la realidad.
Si la literatura hace que lo imposible se torne posible, en Baladas para después lo posible se torna imposible a causa de tanta belleza. Cuando las leo no deja de sorprenderme la juventud de su autor, quien al escribir la mayor parte de las baladas que componen este volumen tenía entre veinticinco y veintiséis años, y ya había publicado media docena de libros. Sólo la genialidad, el trabajo juicioso y constante pudieron darle a un poeta tan joven párrafos tan perfectos como este:
“Sobre la mesa rústica del jardín, desierto, reposa un libro amarillo. –¿Dónde está la mano que lo abandonó? -Las dulces sombras movedizas de la acacia acarician al libro vagamente…”
El mismo Juan Ramón acostumbraba decir que su abundante obra adolescente y juvenil se debía a la precocidad. “Yo fui muy precoz. Un niño precoz quiere decir un hombre retardado (…). Yo escribía, escribía como un loco versos y prosas. Y además, los publicaba”. No había en España periódico o revista de la época que rechazara un texto de Juan Ramón Jiménez. Pero ¿cómo era el poeta entonces?: “enfermedad, soledad, renuncia, fueron mi juventud, hasta los veintiocho”.
Y realmente fue así: el 3 julio de 1900 muere Víctor Jiménez, su padre. Juan Ramón, quien por entonces tenía 19 años, acaba de mudarse a Madrid. Este acontecimiento acentúa su tristeza y lo obsesiona con la muerte, llevándolo a buscar asilo en varias instituciones siquiátricas. Primero en el sanatorio francés para enfermos mentales de Castel d´Andorte en Burdeos, luego en el Sanatorio del Rocío en Madrid, donde lo frecuentan los hermanos Machado, Valle-Inclán, Cansinos Assens, Villaespesa, Salvador Rueda y Jacinto Benavente. En esta etapa de su vida, que se prolongaría desde 1901 hasta 1905, publicó numerosos textos y participó activamente en los once números de la revista literaria Helios, aparecidos en Madrid entre abril de 1903 y febrero de 1904. En Helios también publicaron Rubén Darío, Antonio y Manuel Machado, Azorín, Emilia Pardo Bazán y Santiago Rusiñol, entre otros notables intelectuales de la época.
Cuando en 1905 Juan Ramón Jiménez regresa a su natal Moguer, a su “blanca maravilla,” inicia la redacción de varios libros en prosa y verso, entre ellos Palabras Románticas (1906) y Baladas para después (1908). En estos nuevos libros el poeta se despoja de imágenes superfluas y se distancia del Modernismo que, por fortuna, no persistió en su obra. Pero es justamente en el segundo, en éste que el lector sostiene ahora entre las manos, donde empieza la plenitud de la prosa juanramoniana, que habrá de encontrar su máximo esplendor en Platero y Yo (1907-1916).
Aunque durante su vida Juan Ramón proyectó más de una docena de libros en prosa, sólo llegó a publicar tres: Platero y yo, Españoles de tres mundos y Espacio. Los demás compendios que conocemos, incluyendo Baladas para después, fueron organizados con posterioridad a su muerte gracias a una juiciosa revisión de sus archivos personales en Madrid. Esta es una de las razones por las que sus prosas son bastante menos conocidas que sus versos. Tengamos en cuenta que los libros en prosa, salvo los tres antes mencionados, sólo comenzaron a publicarse a partir de 1960 y las prosas completas vieron la luz hasta 1969. Sin duda su poesía en verso corrió con más suerte.
¿Por qué será que después de la muerte del escritor solemos pasar por alto la edad que tenía al escribir sus textos? Alguna vez Juan Ramón afirmó que, por respeto a sí mismo, era la calidad poética de su adolescencia y primera juventud la que deseaba preservar en la totalidad de su obra. Sin embargo, crítico implacable de su propia escritura, prefirió corregir una y mil veces su creación juvenil: más fácil sería dejarlo todo como está. Pero yo prefiero castigar, como un crítico de aquel niño, mi lijereza de entonces con mi tiempo de hoy. Es aquí, en su confesado hábito de rectificar, donde surge, evidente, la pregunta: ¿cuánto de lo escrito en Baladas para después corresponde al joven y cuánto al viejo Juan Ramón?
Si nos atenemos a la cronología juanramoniana, Baladas para Después es un libro juvenil, aunque al leerlo nada nos lo recuerde. En él nos encontramos con el final de una primera etapa vital y creativa. Al leer la obra de Juan Ramón como una minuciosa y arbitraria autobiografía lírica, este libro corresponde al final de su juventud. Platero y yo representa el comienzo de su vida adulta.
En Baladas aparecen por primera vez algunos de los personajes que el poeta inmortalizaría en Platero: el Vicario viejo de casulla malva con unas flores azules entre los dientes, doña Benita la profesora, Carmen la tísica (Balada del rigodón de los muertos). El paisaje de Moguer en ambos libros es presentado como idílico y decadente, pero siempre entrañable y andaluz. No hay en las baladas palabras que sobren o imágenes que distraigan. Balada de la luna llena de marzo, es una de las que considero más perfectas por su equilibrada sensualidad:
“Dichosa tú, viajera pálida, que libre, sin peligro, has visto todo el dolor y todo el amor de un año de la tierra. Cien torres habrán sido tu plata, en cien ríos te habrás bañado, cien mujeres románticas te habrán tendido los brazos desnudos, cien poetas habrán cantado por ti.”
Una y otra vez a lo largo del libro somos sorprendidos por la belleza de esta prosa, por esa lograda musicalidad que tanta falta hace a veces en la poesía de hoy. Alguna vez escribió Juan Ramón Jiménez: No hay prosa y verso. Todo es prosa o todo es verso. Para mí, sin duda, todo es verso, como para mí todo nuestro movernos es danza.
En estas prosas empieza a ser notoria la predilección de Juan Ramón por el color amarillo. Hay una insistencia poética en él: “¡Todo amarillo! una gran llamarada espectral inflama el campo decadente”. Y así una larga lista de ejemplos: “La mariposa amarilla está en mi corazón”, o este otro, “Un tierno amarillo suave”. Aunque el amarillo suele representar la alegría o la vitalidad, en estas baladas simboliza además, y mejor que ningún otro color, la nostalgia que adrede consciente el espíritu del joven poeta:” ¿Por qué el agua gris y la hoja amarilla me evocan, mujer, tu recuerdo?”, y más abajo en el mismo texto: “La luz amarilla sueña entre las ramas”. Son las imágenes de un poeta angustiado y retraído, pero también minucioso, capaz de plasmar el instante eterno de un relámpago: sobre el ocaso amarillo los árboles y los pájaros parecen negros.
Y no es para nada casual que sea el amarillo el color predominante en este libro. Azules, granas, blancos y amarillos eran los cristales de su casa en Moguer. Pero era precisamente este último color el que lo seducía, el que despertaba al poeta que dormía en el niño: “por el cristal amarillo todo se me parecía cálido, vibrante, rejio, infinito. Era aquello como una exaltación musical, escalofriante y definitiva. Todo allí acababa bien; (…)después de mirar por el cristal amarillo ya no quería yo más y me quedaba contento”, escribió en un diminuto prólogo con el que pensaba acompañar sus prosas bajo el título de Por el cristal amarillo. Aunque al final no fue así, y otros fueron los títulos que acompañaron sus textos, por fortuna nos quedó su reveladora introducción.
Si hago un repaso de mis lecturas confirmo que en sus libros, mariposas, barcos, guirnaldas, cúpulas y jardines están bañados por una luz madura, amarilla y juanramoniana. Incluso los chopos en su imaginario lucen amarillos o dorados, nunca verdes, envueltos, como su propio carácter, por el aire melancólico del otoño. Recordemos que a su muerte Juan Ramón conservaba un libro de poemas inéditos intitulado Otoño amarillo.
Me siento conmovida al comprobar que el poeta nunca dejó de mirar al mundo a través del cristal irisado de la casa de su infancia en Moguer. Recreó la realidad y el sueño “con amarillo y con llanto” como nos diría él mismo.
La evocación de los primeros años de vida parece ser casi un método de trabajo, una constante en la obra juanramoniana. El recuerdo de personas, nombres y fechas es encendido por una chispa literaria que les da un nuevo sentido. El resultado es un anecdotario que nada tiene de anécdota y todo lo tiene de universal. Y es precisamente en estas baladas cuando el poeta parece renunciar adrede y por completo a la anécdota fácil –que puede encontrarse en sus poemas más juveniles–, inclinándose a recrear vivencias más misteriosas y menos personales. Juan Ramón mezclaba recuerdos del pasado, del presente y del futuro. Él mismo confesó que esa libertad le daba la posibilidad de continuar en cualquier dirección el sueño de vivir. Poeta y fabulador escribiendo la vida misma, captando su latido humano y literario, en el génesis de su esplendor creativo.
Juan Ramón Jiménez, ese Andaluz universal, fue el maestro de la generación de Nicolás Guillén y Federico García Lorca. Ha sido, también, un maestro para todas las generaciones posteriores en la literatura hispanoamericana. Algunas lo han confesado abiertamente, y otras, como la mía, apenas si lo reconocen. Pero en mayor o menor medida, todos tenemos una deuda con Juan Ramón. A veces puede ser una deuda enorme pues, como en mi caso, fue adquirida en las horas más felices de la infancia.
El lector gozará en este libro de una de las mejores prosas del siglo XX. Prosa que es verso, verso que es prosa. Baladas que son vida y muerte, melancolía y fiesta. Baladas pobladas de lunas amarillas que reflejan como la plata.
Lauren Mendinueta (Prólogo del libro Baladas para después de Juan Ramón Jiménez, editorial Visor, España, 2009)
Etiquetas: Baladas para después, Editorial Visor, Juan Ramón Jiménez, Lauren Mendinueta, Prólogo a Baladas para después de Juan Ramón Jiménez5 comentarios »